El Anciano encontró la llave en
la escombrera y siguió rebuscando un buen rato hasta dar con el diario de
candadito. Ilusionado por el hallazgo, lo abrió, miró a su alrededor para
asegurarse de que no estaba viéndolo nadie y leyó la primera página: «Cintia,
10 de octubre de 2015».
Lo guardó en el bolsillo. No
había tiempo que perder. La Patrulla de Niños de Oscuridad podía aparecer de un
momento a otro. Lo registrarían, le requisarían el “cuaderno revolucionario”. Las
autoridades llamaban así a aquellos diarios donde las adolescentes, aún puras,
habían anotado banalidades antes del Desastre. Entonces las grandes
preocupaciones de las quinceañeras giraban en torno a si Iván o Christian las
prefirieron en el baile o si habían llevado el vestido de florecitas o de
cuadraditos al cumpleaños de su mejor amiga.
Pensó: «Tendríamos que poner en
las fechas “antes” o “después” del Desastre, como se hacía entonces con Cristo.
Así que Cintia empezó a escribir el 10 de octubre del año 5 a. D.». De golpe
saboreó el dulce de la tarta que quizá la madre le comprara o hiciera cada año hasta
los veinte. Vio las velas encendidas, oyó el “cumpleaños feliz”, olió el
chocolate y sintió el calor de familiares y amigos. Pero el viento seco y
helado del Norte le trajo un olor acre desconocido. Se apresuró a salir de
entre los escombros y alcanzó la carretera. Alzó la mirada con preocupación.
Aquel cielo inmisericorde, plomizo, ni se despejaba ni acababa de soltar la
lluvia.
Mientras caminaba, iba pasando el
índice por la pasta del libro. La rugosidad le cosquilleaba en la yema algo
insensibilizada por la tarea de polinización. Doce horas diarias durante los
diez años del Servicio Obligatorio habían sido demasiadas. Aunque sintió
aquella aspereza como un placer prohibido al imaginar el limpio rostro de
Cintia. El cutis terso de aquella adolescente bien alimentada y la viveza de aquellos
ojos todavía inocentes le aguijonearon la voluntad para luchar por sus
derechos.
Le quedaba solo una semana y por
primera vez dudó. Durante el Servicio Obligatorio de Polinización había tenido
clarísimo que, al finalizarlo, se enfrentaría a la Ley de Eutanasia Forzosa.
Pero la valentía había dado paso a la angustia. Hoy su cuerpo ―arrugado,
consumido, casi esquelético― parecía un fantasma. Y en medio de ninguna parte,
sin esperanza, tiritando de frío, solo
en aquel crepúsculo gris, echó a correr. Avanzaba, cambiaba el sentido,
retrocedía, volvía a darse la vuelta…
Tenía que decidirse ya: o se
entregaba el día de su cumpleaños o huía al Valle de los Proscritos. Si se
presentaba al Organismo de Jóvenes por la Eutanasia, le inyectarían el Calmante
Letal. Si escapaba, tendría que esconderse para siempre. Había visto cómo
acababan los detenidos por la Policía Adolescente de Frontera. Además, conocía las
duras penalidades a las que se enfrentaban los fugitivos.
«Cuarenta años», pensó. Hasta los
veintidós había oído hablar con frecuencia de centenarios. Incluso había
conocido a dos: una mujer de ciento tres y un hombre de ciento uno. Imaginaba
entonces que tal vez con un poco de suerte él viviría noventa, quizá más. Pero
allí estaba ahora, a siete días de llegar a la cuarentena, debatiéndose entre
cumplir la ley o convertirse en un rebelde. Acarició un instante la idea del
descanso definitivo.
El ruido de las airadas patadas
que iba dando contra el asfalto en aquella carrera sin destino lo sacó del
pensamiento derrotista. Apretó el diario dentro del bolsillo como si quisiera
exprimir de él a la propia Cintia, o por lo menos la adoración que
probablemente habría sentido por sus cuatro abuelos octogenarios.
Se detuvo un momento a contemplar
la desnuda llanura de la que las ráfagas de aire levantaban nubes de polvo
fino. Antes de 2020 aquello había sido un descampado que se llenaba en
primavera de flores amarillas, blancas, moradas y rojas. Los jaramagos, las
nabizas, las malvas, las vezas y las amapolas formaban un tapiz colorido sobre
el fondo verde de las hojas. Comparó la vegetación multicolor de su recuerdo
con aquel páramo gris. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de la nuca a los
pies.
«Mejor que “Ancianos” deberían
llamarnos “Insectos”», susurró. Aterrado por haber osado pronunciar la palabra
maldita, giró la cabeza para cerciorarse de que no venía nadie detrás.
Odiaba el Gobierno de la
Juventud, que dirigía el mundo con mano férrea desde la Extinción de los
Insectos. ¿Claudicaría ya o se uniría a los Proscritos?
Solo después de leer el diario
entero decidiría.
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