Apuntes de mi cuaderno

Bienvenido, amigo:

Aquí tomaré apuntes de la vida: esa voluntad a medio hacer a la que le falta levadura, ese tañido lastimero de la campana que aún no ha sonado por nosotros, ese vuelo de la libélula engreída que vuelve al agua quieta para mirarse, esa soledad que se agiganta en la carcajada en ruinas, esa falsa madurez que solo va robándonos las gotas de rocío sobre las telarañas...


O, ¿quién sabe?, puede que en este cuaderno solo acabe apuntando mis historias.


¿Me acompañas?






miércoles, 25 de mayo de 2016

El museo



Las últimas Navidades en tierra, antes de embarcarse, Enrique había visto un belén de arena en la playa de su Laredo natal. Quiso probar si a él también le saldría alguna figura. Intentó primero un pastor. Como le quedara regular, probó después una lavandera; y logró tal éxito con aquella escultura que empezó a considerarse Miguel Ángel.

Desvelado en la nada de la isla virgen, recuerda ahora los elogios al realismo de aquella lavandera. ¿No podría hacer en estas otras Navidades un nacimiento entero para que Andrés envidiara su arte? Un belén con su Virgen María, su San José, su Niño Jesús en el pesebre, su mula, su buey y todo. Sacarle otro partido al talento creativo se le ocurrirá más tarde.

Andrés le había formulado una pregunta durante la cena y Enrique no podía conciliar el sueño. Muy atrás quedó ya el insomnio de los primeros días por el temor a lo desconocido en aquel lugar desierto. Ahora no se dormía por otro miedo: perder a su querida Raquel.

―¿Qué echas más de menos? ―le había preguntado Andrés, tras apurar el agua de la tormenta que quedaba en la lata oxidada.

«¿De menos?, ¿de menos?, ¿de menos?», repitió el loro.

―Yo qué sé ―respondió Enrique fijando una mirada nostálgica en la luna llena. Luego susurró―: Me faltan tantas cosas…

―¿Crees que nuestras mujeres estarán dándonos ya por muertos? ―volvió a la carga Andrés mientras colocaba el pececito sobre las brasas.

«¿Por muertos?, ¿por muertos?, ¿por muertos?».

Reconcomido, Enrique permaneció callado. Luego se metió en la cabaña. Había perdido el apetito. Cuando el alimento escaseaba, Andrés usaba una estrategia infalible para espantarle el hambre. Le insinuaba que tal vez Raquel ya estaba rehaciendo su vida, quizás con Juancho, el cartero, su primer novio.

Mientras intentaba dormir, el ruido de las olas contra los acantilados y los graznidos de las gaviotas le murmuraban a Enrique ecos de palabras sueltas que le taladraban el cerebro: «Muerto». «Viuda». «Cartero». «Juancho»… Boca arriba, del costado derecho, boca abajo, del costado izquierdo… seguía oyendo aquellos mensajes perturbadores. Al cabo de un rato, además, a los desasosegantes sonidos del mar y de las aves se sumaban los insufribles ronquidos de Andrés, que dormía a pierna suelta. «Raquel». «Raquel» ―parecía decirle aquel aire ruidoso que no encontraba la salida del laberinto.

Desazonado, Enrique se alejó de la cabaña antes de que la ira lo llevara a tirarse al gaznate del único hombre con quien podía compartir sus cuitas. «Más vale solo que mal acompañado», iba diciéndose mientras descendía hacia la playa bajo un cielo limpio, cuajado de estrellas.

En cuanto alcanzó la orilla, se descalzó y echó a correr. Soñaba que aquella misma noche llegaba un barco, se subía a él y ocultaba a toda la tripulación que quedaba allí otro náufrago. Ya se veía durmiendo abrazado a su querida esposa y acordándose del puñetero de Andrés, que tendría que dormir solo y conformarse con seguir imaginando pechos y vaginas. Para acabar de poner la guinda al pastel de la venganza, soñaba que el pajarraco le gritaba continuamente: «Andrés, cabrón, cáscatela».

Enrique se puso a trabajar al amanecer y al cabo de tres horas tenía terminada la primera figura. El rostro redondo y hermoso de aquella mujer joven bien podía haber sido el de la Virgen María.  

Andrés bajaba canturreando, con el loro en el hombro derecho, y oyó gritos.

―¡No puedes venir a la playa sin pagar! He creado un museo de escultura ―exclamó Enrique.

―La isla es de los dos. Yo voy por donde me da la gana.

«La gana, la gana, la gana», repitió el ave.

―Por aquí no. Aquí estarán mis esculturas. Si quieres verlas, tendrás que pagar entrada.

―¿Qué esculpirás? ¿Peces?, ¿gaviotas?, ¿barcos?

«¿Gaviotas?, ¿barcos?, ¿gaviotas?, ¿barcos?, ¿gaviotas?, ¿barcos?», reiteró el ave.

―Si pagas, sabrás lo que esculpiré.

Al ver aquella mujer desnuda, de pechos firmes, tumbada sobre los delicados pliegues de una tela, con las piernas entreabiertas como invitando al goce, a Andrés le hicieron los ojos chiribitas.

―¿Estarían todas en pelotas? ―preguntó.

«¿En pelotas?, ¿en pelotas?, ¿en pelotas?», dijo el loro.

―Sí, por supuesto.

―¿Me dejarías a solas con ellas?

«¿Con ellas?, ¿con ellas?, ¿con ellas?».

―Lo que hiciera falta.

―¿Cuánto me costará entrar?

«¿Costará entrar?, ¿costará entrar?, ¿costará entrar?».

―Te encargarás del agua, la leña y el fuego; pescarás, cogerás los huevos y harás todas las guardias. ¡Ah, otra cosa!: y ni se te ocurra volver a insinuarme que Raquel anda con el cartero ―exigió el artista.

1 comentario:

  1. Hola, Isolina. Te volví a leer, está vez me gusta mucho más el relato, aunque lejos estoy de sentirlo con humor, me sentí más atraída a la historia de este pobre hombre naufrago y sus esculturas de arena.

    Saludos, un placer leerte.

    Caritobel Gonzalez.

    ResponderEliminar