Cuando lo
visitaron aquel mediodía, oyó a uno de los familiares del Santo Oficio contarle
al otro que Gilabert de Almazán había gritado la blasfemia: «¡No hay infierno,
y el paraíso es tener dinero!». Joan de la Abadía humilló la mirada. Siempre había
estado de acuerdo con eso. Pero ahora lo primero ya no lo creía. Durante el
tiempo que llevaba en prisión, había comprobado que el infierno existía realmente
y ni siquiera era necesario haber fallecido para padecerlo.
Al atardecer,
rompió la lámpara en pedacitos, los puso en línea recta en el suelo, tomó uno y
se lo tragó.
―Cata que le
des grande golpe en la cara o en el cuello, que de otra manera no lo matarás
porque lleva cervillera y jaco de malla ―se quejó en voz alta, como si lamentase
haber aconsejado al francés lo que había de hacer cuando entraran en la Seo.
Volvió a tomar
otro vidrio.
―Dale, que
este es ―recordaba cómo señaló a Maestre Épila para que el francés lo apuñalase.
Tragó un fragmentito
más.
―Maestre Pedro
Arbués de Épila, ¿ahora hacéis milagros? Pues agradecednos la santidad
milagrera a vuestros asesinos ―dijo, recolocándose con la mano la pierna
derecha, inutilizada.
Se llevó otro vidrio
a la boca mientras evocaba el tormento de la cuerda del día anterior. Lo habían
mantenido en el aire durante tres credos rezados. Cuando no soportó más, suplicó
que lo descendiesen, que confesaría cuanto quisieran saber. En este momento se
avergonzaba de tal flojera. Tan valiente que había sido…
―Íbamos todos a
una; aunque con las prisas, el miedo y la confusión, nos estorbábamos unos a
otros. Primero clavó Vidal Durango, el francés, en el cuello; luego Joan de
Esperandeu, en el brazo. Después Mateo Ram le dio una estocada.
Tomó otro
vidrio mientras recordaba los quinientos florines que le habían ofrecido por
matarlo.
―¿Dónde demonios
os escondisteis, Joan de Pero Sánchez, para que no os hayan encontrado? ¿Habéis
pasado a Francia? Os quemaron en efigie hace seis meses. ¿Seguís maldiciendo a vuestro
padre por haberse tornado cristiano? Yo maldigo haber aceptado el encargo que
me hicisteis y que entonces recibí tan gustosamente. Pero no me arrepiento por
no haber cobrado los dineros prometidos. Erramos matándolo. Creímos que con la
muerte de Maestre Épila ganaríamos la batalla contra el Santo Oficio y la
perdimos. Los judíos han sido expulsados de Zaragoza, a los conversos nos
quitan la vida y la hacienda, ni siquiera los cristianos de natura sacan
beneficio de nuestra desgracia. Solo el rey y la iglesia se aprovechan. Siempre
los mismos...
Tragó otro fragmento.
―Maestre Épila,
ya no salvaréis más almas pecadoras quemándoles los quebrantados y doloridos cuerpos.
No, ya no condenaréis a ningún inocente por comer manjares judíos, ayunar el Quipur,
trabajar el domingo, descansar el Sabbat
y obedecer la ley de Moisés. Ese es mi único consuelo.
Tomó un vidrio
más y le vino a la memoria Francisco de Santa Fe.
―Altas son las
almenas de esta cárcel de la Aljafería. Bendita vuestra suerte, Santa Fe, que
pudisteis echar a volar. Tuvisteis una muerte rápida.
Volvió a
llevarse otro alimento mortífero a la boca.
―En cambio tú,
Joan de Esperandeu, sufriste más que ninguno. Todavía veo cómo te arrastraban,
te cortaban las manos, te ahorcaban, te decapitaban, te hacían cuartos y los iban
dejando por los caminos. Desde entonces, en las pesadillas veo siempre la
imagen de la puerta pequeña de la Diputación con tus manos enclavadas. ¿Sabes?,
se me aparece una y otra vez el Inquisidor. Maestre Épila llama a esa puerta
golpeando una de tus manos, como si fuera un llamador. Estoy dentro y retumba: «¡Toc!
¡Toc! ¡Toc!»
Comió otro
pedacito.
―Maestre
Inquisidor de Épila, ¿qué mal hacía a nadie mi vecino por tener en la cámara
una mandrágula y adorarla en el culo?
Tomó uno más y
se recolocó la pierna derecha.
―Tú, francés,
por decir toda la verdad sufriste menos que tu amo Esperandeu. Te cortaron las
manos después de muerto. ¡Qué generosidad! Y tú, Mateo, ¿sigues vivo todavía? ¿Pudo
escapar Tristanico de Leonís, tu escudero? Y vosotros, Antonio Gran y Bernardo
Leofanto, ¿habéis huido? ¿Vidal no os delató por ser cristianos?
Volvió a tomar
otro.
―Maestre Épila,
fuimos más de ocho. Pagaron más de quince y participaron en la organización más
de treinta, incluidos nobles cristianos viejos.
Recogió los
vidrios que quedaban. Se metió el puñado en la boca y empezó a masticar con
fruición. No quería llegar vivo al auto de fe del día siguiente.
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