Había pasado varias
horas preparando los tarros de garum y
llevándoselos al comerciante Umbricio Escauro, que los enviaría a Hispania en
la nave gala. Cayo Valerio se sentía cansado. Se tomaría un respiro para
pasar primero por la taberna e ir luego a casa de Julia. Por alguna razón
extraña, el olor le había producido hoy más arcadas que de costumbre. Porque aunque
hacía ya diez años que se dedicaba a la elaboración de la preciada salsa ―por la
que se había extendido en todo el Mediterráneo la fama de su ciudad, Colonia Veneria Cornelia,
y también la del comerciante Escauro―, no había acabado de acostumbrarse a
aquellos vapores tan mareantes que salían de las ánforas, sobre todo cuando
apretaban los calores estivales. «Y que paguen tanto los ricos por esta
porquería de vísceras de pescado…», pensó.
En aquella
penúltima semana de agosto, la agitación de la tierra, las temperaturas
elevadas y la humedad pegajosa le habían ido socavando el ánimo. Esa mañana
había sido incluso más sofocante. Además, al bochorno y al penetrante aroma de
la salsa se le sumaba, en aquel momento, una desazón cuyo origen desconocía. La
achacó a los repetidos temblores de la noche anterior y a los ruidos de la
reconstrucción del cercano templo de Isis, que le habrían alterado los nervios.
Por si fuera
poco todo aquel desbarajuste, no había podido bañarse por el corte del agua.
Aunque, al parecer, se restablecería pronto. Las autoridades municipales habían
hecho venir al ingeniero Atilio Primo, que ya llevaba tres días revisando a
conciencia el acueducto.
Recordó
también la plegaria a Vulcano del día anterior. Respecto a los terremotos no
podían hacer nada, salvo rogar a los dioses que no destruyesen hogares y
edificios públicos como habían hecho diecisiete años antes. Ahora, ante el solo
recuerdo de aquel castigo divino infernal, volvieron a temblarle las piernas. Cada
vez que se había movido furiosamente la tierra bajo sus pies durante aquella
semana, había temido perder a Julia. La vida no le parecía necesaria. El amor
sí.
Observó la
altura del sol respecto al tejado del lupanar y apresuró la marcha. Cuanto más
se retrasase, menos tiempo podría pasar con ella. Gneo Octavio, su marido,
siempre llegaba puntual a comer.
De la
lavandería emanaban los olores a amoniaco que desprendía la orina con la que se
blanqueaba la ropa y por primera vez a Cayo Valerio le desagradó el contacto con
la toga al caminar. Jamás había sentido esa sinestésica aspereza proveniente
del olfato y, sin entender el motivo, trató de recomponer las sensaciones descontroladas.
Necesitaba dejar de ver con la nariz, oler con la piel, oír con el vientre,
saborear con los ojos… Parecía como si el cuerpo se le hubiera transformado de
arriba abajo en un singular embarazo
telúrico.
Mientras intentaba
adaptarse a aquella absurda metamorfosis en plena calle, hubo de disimular el
desasosiego ante Popidio Ampliato, el hoy rico liberto al que su amo había
sodomizado en la infancia. Se le removieron las entrañas como si hubiera
compadecido al niño ya inexistente. Recordó el graffiti: “Ampliato, Ícaro te da por el culo”. Las letras
continuaban intactas en la fachada principal de la casa del liberto a pesar de los
años transcurridos. “En vez de pagar el templo de Isis, podía haber borrado el
mensaje ominoso”, se dijo.
Seguía oyendo
con el vientre. Estridencias desconcertantes, abrumadoras, le subían desde las
plantas de los pies por las pantorrillas y los muslos. Hubiera dado los cien
mil sestercios ahorrados por pisar un suelo seguro y silencioso. Incluso al
pasar por delante del can de Vesonio Primo intuyó que el desgraciado animal tiraba
con tanta fuerza de las cadenas para escapar de lo mismo que él, de aquel presentido horror que aún
no había tomado forma.
Miró hacia el
monte. A la cumbre estaba brotándole algo semejante a un pino gigantesco gris.
Ignoraba qué podía ser; pero, aterrado, echó a correr con todas sus fuerzas.
Segundos antes
de entrar en la casa de Julia, leyó otro graffiti:
“Sodoma Gomorra”. Un escalofrío le restalló en el alma como un latigazo.
Ella estaba
acabando de hervir los caracoles que su esposo había pedido para comer. Cayo Valerio
la levantó en volandas, la llevó al tálamo, la desnudó, la abrazó y la penetró
desesperadamente. La erupción del
Vesubio petrificó su último beso para la eternidad.
Excelente, Isolina.Un trabajo de calidad en fondo y forma. Me encantaron las imágenes, tan originales y expresivas, y la evidente documentación en la que lo has basado.
ResponderEliminarMuchas gracias, beba. Encantada de que te parezca un trabajo de calidad en fondo y forma. Y que alabes las imágenes me alegra un montón, porque te considero una gran creadora de imágenes.
ResponderEliminarUn abrazo