Cuando aquella
mañana de Todos los Santos una lengua ajena le estaba llenando la boca de
sabores exquisitos, a Olegário de Andrade la cama empezó a movérsele con tal
virulencia que rebasó su fogosidad. Y aunque pareciera imposible, también la de
la mulata Marusa.
Espejos,
aguamaniles, cuadros y platos cayeron. Uno tras otro fueron haciéndose añicos contra el suelo de La Raja Dorada.
El estruendo ―eco
agudo y discontinuo de otro continuado, más
grave, profundo y desgarrador― les dejó alterada a ambos la percepción auditiva y les sembró
escorpiones en las entrañas.
La mulata hizo un movimiento felino para
zafarse de aquellas manos blanquísimas que le apretaban los muslos. Él saltó
tras ella. Salieron despavoridos, dando trompicones, descalzos y en cueros. Aunque
el pánico no le impidió a ella tomar de la alacena, antes de salir, sus dos
pertenencias más preciadas: el pintalabios y el espejito.
Las paredes de las humildes casitas oscilaban
mientras ellos corrían por la colina sin saber bien hacia dónde. La tierra rugía.
Siempre uno junto al otro, cada poco cambiaban el rumbo: avanzaban,
retrocedían, volvían a avanzar… Ahora a la izquierda, ahora a la derecha. De
frente o girando el cuello hacia atrás, veían, aterrados, la destrucción de la
parte baja: grietas de más de cinco metros de ancho, edificios y más edificios que
se derruían…
Tras unos minutos eternos, el
terremoto cesó, al fin. Entonces se detuvieron a contemplar aquel espectáculo
dantesco. Él alzó los ojos. “La nube de polvo oscurece el cielo solo por mi
grandísima culpa”, pensó. Luego, arrodillado y con las palmas unidas, imploraba
a la Virgen a gritos:
―¡Santísima Madre, apiádate de esta
oveja descarriada!
Al rato, la mulata empezó a pintarse con
la sensualidad y la parsimonia habituales. Parecía como si festejase por
primera vez la inmensa fortuna de vivir allí arriba, o como si se resarciera de
todas las humillaciones cantando victoria por la destrucción de la zona baja.
―Este lápiz tuyo es mágico ―le había
dicho él una de las primeras ocasiones en que subió a visitarla.
―¿Por qué? ―había preguntado ella
esbozando una sonrisa pícara.
―Porque me gusta tanto ver cómo te
pintas que puedes conseguir de mí lo que quieras.
Y entonces se olvidó él del terremoto,
de las grietas y de la capa de polvo que igualaba aquella amalgama inmisericorde
de piedras, cadáveres, estatuas, árboles, tejas, cruces… Solo seguía,
hipnotizado, el pausado movimiento del lápiz labial. Pero justo cuando el pintalabios
terminaba de recorrer el labio superior y alcanzaba la comisura derecha, vio él
al fondo cómo llegaba al puerto una ola gigante, una gran lengua de agua que se
tragaba hacia el abismo, en su lametazo mortal, a los que habían corrido hacia allí
para ponerse a salvo.
Aún llegaron otras dos olas más.
Entonces deseó a la mulata con esa urgencia de la última vez que desde
adolescente imaginaba para antes de la llegada del fin del mundo. La besó y
acabaron revolcándose allí mismo, sobre aquel suelo pedregoso plagado de pulgas
y orines de perros y gatos.
Durante
unos días permanecieron en La Raja Dorada. Y al tiempo que presos escapados de
la cárcel saqueaban y asesinaban y lenguas de fuego devastaban ―a lametazos también mortales― los pocos edificios que habían
quedado en pie tras el temblor, volvieron a gozar ellos de una última vez, y
otra, y otra más... Día y noche enredados sobre las losas de la estancia, las carnes
laceradas por la cerámica rota. Hasta que se adormilaban exhaustos, ya de
madrugada.
“Excesivo apocalipsis para castigar a
una sola oveja descarriada”, comenzó a dudar. Con todo, a la semana se soltó de
aquellos brazos de carne apretada y piel oscura para descender a los infiernos.
Y sobre los escombros de la iglesia de la Misericordia se preguntaba: “¿Un Padre
amoroso derriba basílicas y conventos y mantiene en pie casas de lenocinio?, ¿qué
Dios mató a André de Oliveira y a tus feligreses, y te ha perdonado la vida a ti,
grandísimo putero Olegário de Andrade, a ti, que cuando la tierra se abrió estabas
fornicando con la meretriz más cara de Lisboa?, ¿no se equivocaría el
Todopoderoso al descargar Su ira contra el bueno de Oliveira cuando decía la
misa por ti?”
Buscó
refugio de nuevo en el burdel.
―Hasta que muera solo adoraré al
único dios verdadero: este pintalabios ―le susurró a la mulata Marusa al oído mientras
se lo acercaba para que volviera a iniciar la celebración de aquella singular y
sacrílega eucaristía.
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