Apuntes de mi cuaderno

Bienvenido, amigo:

Aquí tomaré apuntes de la vida: esa voluntad a medio hacer a la que le falta levadura, ese tañido lastimero de la campana que aún no ha sonado por nosotros, ese vuelo de la libélula engreída que vuelve al agua quieta para mirarse, esa soledad que se agiganta en la carcajada en ruinas, esa falsa madurez que solo va robándonos las gotas de rocío sobre las telarañas...


O, ¿quién sabe?, puede que en este cuaderno solo acabe apuntando mis historias.


¿Me acompañas?






miércoles, 20 de enero de 2016

El lápiz mágico



                     


                                             
         Cuando aquella mañana de Todos los Santos una lengua ajena le estaba llenando la boca de sabores exquisitos, a Olegário de Andrade la cama empezó a movérsele con tal virulencia que rebasó su fogosidad. Y aunque pareciera imposible, también la de la mulata Marusa.

         Espejos, aguamaniles, cuadros y platos cayeron. Uno tras otro fueron  haciéndose añicos contra el suelo de La Raja Dorada. El estruendo eco agudo  y discontinuo de otro continuado, más grave, profundo y desgarrador les dejó alterada a ambos la percepción auditiva y les sembró escorpiones en las entrañas.

La mulata hizo un movimiento felino para zafarse de aquellas manos blanquísimas que le apretaban los muslos. Él saltó tras ella. Salieron despavoridos, dando trompicones, descalzos y en cueros. Aunque el pánico no le impidió a ella tomar de la alacena, antes de salir, sus dos pertenencias más preciadas: el pintalabios y el espejito.

Las paredes de las humildes casitas oscilaban mientras ellos corrían por la colina sin saber bien hacia dónde. La tierra rugía. Siempre uno junto al otro, cada poco cambiaban el rumbo: avanzaban, retrocedían, volvían a avanzar… Ahora a la izquierda, ahora a la derecha. De frente o girando el cuello hacia atrás, veían, aterrados, la destrucción de la parte baja: grietas de más de cinco metros de ancho, edificios y más edificios que se derruían…

Tras unos minutos eternos, el terremoto cesó, al fin. Entonces se detuvieron a contemplar aquel espectáculo dantesco. Él alzó los ojos. “La nube de polvo oscurece el cielo solo por mi grandísima culpa”, pensó. Luego, arrodillado y con las palmas unidas, imploraba a la Virgen a gritos:

―¡Santísima Madre, apiádate de esta oveja descarriada!

Al rato, la mulata empezó a pintarse con la sensualidad y la parsimonia habituales. Parecía como si festejase por primera vez la inmensa fortuna de vivir allí arriba, o como si se resarciera de todas las humillaciones cantando victoria por la destrucción de la zona baja.

―Este lápiz tuyo es mágico ―le había dicho él una de las primeras ocasiones en que subió a visitarla.

―¿Por qué? ―había preguntado ella esbozando una sonrisa pícara.

―Porque me gusta tanto ver cómo te pintas que puedes conseguir de mí lo que quieras.

Y entonces se olvidó él del terremoto, de las grietas y de la capa de polvo que igualaba aquella amalgama inmisericorde de piedras, cadáveres, estatuas, árboles, tejas, cruces… Solo seguía, hipnotizado, el pausado movimiento del lápiz labial. Pero justo cuando el pintalabios terminaba de recorrer el labio superior y alcanzaba la comisura derecha, vio él al fondo cómo llegaba al puerto una ola gigante, una gran lengua de agua que se tragaba hacia el abismo, en su lametazo mortal, a los que habían corrido hacia allí para ponerse a salvo.

Aún llegaron otras dos olas más. Entonces deseó a la mulata con esa urgencia de la última vez que desde adolescente imaginaba para antes de la llegada del fin del mundo. La besó y acabaron revolcándose allí mismo, sobre aquel suelo pedregoso plagado de pulgas y orines de perros y gatos.

 Durante unos días permanecieron en La Raja Dorada. Y al tiempo que presos escapados de la cárcel saqueaban y asesinaban y lenguas de fuego devastaban a lametazos también mortales los pocos edificios que habían quedado en pie tras el temblor, volvieron a gozar ellos de una última vez, y otra, y otra más... Día y noche enredados sobre las losas de la estancia, las carnes laceradas por la cerámica rota. Hasta que se adormilaban exhaustos, ya de madrugada.

“Excesivo apocalipsis para castigar a una sola oveja descarriada”, comenzó a dudar. Con todo, a la semana se soltó de aquellos brazos de carne apretada y piel oscura para descender a los infiernos. Y sobre los escombros de la iglesia de la Misericordia se preguntaba: “¿Un Padre amoroso derriba basílicas y conventos y mantiene en pie casas de lenocinio?, ¿qué Dios mató a André de Oliveira y a tus feligreses, y te ha perdonado la vida a ti, grandísimo putero Olegário de Andrade, a ti, que cuando la tierra se abrió estabas fornicando con la meretriz más cara de Lisboa?, ¿no se equivocaría el Todopoderoso al descargar Su ira contra el bueno de Oliveira cuando decía la misa por ti?”

 Buscó refugio de nuevo en el burdel.
        

―Hasta que muera solo adoraré al único dios verdadero: este pintalabios ―le susurró a la mulata Marusa al oído mientras se lo acercaba para que volviera a iniciar la celebración de aquella singular y sacrílega eucaristía.


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