«El anciano encontró la llave en
el cajón de la cómoda y seguro que ya se ha enterado de la verdad», le dijo la
nuera a la pánfila de su hermana creyendo que tú no la oías. ¿Qué llave?, ¿qué
cajón?, ¿qué verdad? Y hala, a rebuscar todos
los cajones como un ladrón. Cerradura pequeña. Caja metálica. Sobre doblado en
dos. «Don Juan Gregorio Ramajo. Diagnóstico». Que más te valía no haber
descubierto la realidad porque desde ese día estás que te subes por las
paredes. No porque te lo hubieran ocultado, no. Lo peor es la hipocresía y
saber que no te lo dijeron por egoísmo. Por si el disgusto o el miedo te
deprimían. Rabia contra Juan. Por lo menos él debió decírtelo. Tu hijo tenía
que… Tu Juan. Malos tiempos estos para los viejos. Ahora ni morir en paz os
dejan. Y ella, como oro en paño, la muy hipócrita. Al principio «abuelo» esto, «abuelo»
lo otro: «Póngase la bufanda, abuelo, no se resfríe», «abotónese bien el
abrigo, abuelo, que ha bajado mucho la temperatura», «no salga a la calle hasta
que no caliente el sol, abuelo, que hoy hace muchísimo frío», «no vaya al bar,
abuelo, que…». Ahora ya «padre» por aquí, «padre» por allá: «¿Quiere merluza,
padre, o prefiere otra cosa? Le he quitado todas las espinas, padre. O si
prefiere, padre, que le haga una tortillita francesa…». Venga «padre» para
arriba, «padre» para abajo. Y todas las palabras acabadas en «ito» o «ita». Sí,
se esfuerza en la cocina por hacer lo que más te gusta: un «cocidito», una «sopita»,
un «filetito»… Pero que si esto va mal para el ácido úrico, que si lo otro para
el colesterol, que si lo de más allá para la diabetes, que si lo de más acá
para el corazón. Al final, nunca te hace lo que quieres. Y no digamos la perra
que ha cogido con el maldito tabaco. En cuanto ve el cigarrillo, te mira como
si fueras un asesino sin enmienda. Nada de tabaco en casa. Que los dos han
dejado de fumar. O por lo menos eso dicen. Aunque quién sabe. Y ella venga
nombrar enfermedades. Parece tu médico de cabecera. Eso sí, del cáncer ni mu. Las
palabras «cáncer» y «pulmón» han desaparecido de su boca. No las dice. Que si
quieres conseguir algo de esa solo tienes que poner cara de estar muriéndote.
Pero, claro, tabaco no se da a un canceroso. «Padre, tiene mala cara hoy», «¿le
duele algo, padre?», «padre, ¿se siente mal?», «¿necesita alguna cosa, padre?».
Que no le vas a contestar: «Un puto cigarro». Sobre todo cuando la ves haciendo
cuentas preocupada y con los ojos hundidos. Que hasta ahora se ha apañado mal
que bien porque Juan estaba cobrando el paro; pero este mes, que ya se le acaba,
te va a hacer pasar las de Caín. Y si no al tiempo. Si haces esto, porque lo haces;
si dejas de hacerlo, porque dejas de hacerlo; si haces lo otro, porque haces lo
otro; si no haces nada, porque no lo haces. Y lo más jodido: tienes que vivir a
la fuerza. No es que te quiera; si te tuviera un poco de cariño, te dejaría en
paz. Solo te necesita. ¿Cuántos años?, ¿dos?, ¿diez?, ¿veinte? ¿Hasta cuándo tienes
que durarle?, ¿hasta que Juanito cumpla los treinta?, ¿tienes que estirar esta
vida de mierda como un chicle? Menuda putada. Ella cree que superar el cáncer de
pulmón que te está matando depende de tu voluntad y que vivirías eternamente si
quisieras. Como si fueras Dios. Que hasta tú te culpas, pobre desgraciado. Porque
si te mueres, ¿qué va a ser de tu nieto? Cuando te entran ganas de fumar, tienes
la culpa por querer irte al otro mundo. Un gilipollas malnacido y caprichoso,
eso eres. Lo que podría darte un poco de placer lo ves mal porque es malo para tu
salud, esa que ya no tienes después de cuarenta años fumando un paquete diario.
Maldito vicio. Pues te equivocas de medio a medio porque te estás amargando
tanto la puñetera existencia que la amargura te va a mandar al otro barrio
antes de tiempo. Con un cachico de longaniza, un pitillo de cuando en cuando y
un vasito de vino a mediodía eras capaz de durarle hasta los cien. Así la
cabrona de ella está matando la gallina de los huevos de oro. Puta pensión de los
cojones.
Apuntes de mi cuaderno
Bienvenido, amigo:
Aquí tomaré apuntes de la vida: esa voluntad a medio hacer a la que le falta levadura, ese tañido lastimero de la campana que aún no ha sonado por nosotros, ese vuelo de la libélula engreída que vuelve al agua quieta para mirarse, esa soledad que se agiganta en la carcajada en ruinas, esa falsa madurez que solo va robándonos las gotas de rocío sobre las telarañas...
O, ¿quién sabe?, puede que en este cuaderno solo acabe apuntando mis historias.
¿Me acompañas?
miércoles, 27 de julio de 2016
sábado, 16 de julio de 2016
Publicación
Diez escritores de distintos países hemos reunido en el libro Tiempo y cadenas quince relatos. Participo en él con dos textos: "El trato" y "Desde la frontera". El primero está ambientado en la España profunda de la década de los 60 del siglo pasado; el segundo, en la España inquisitorial del siglo XVI. Este último es una carta de Eleno de Céspedes, escrita en 1589, después del auto de fe.
Si quieres leerlos, puedes comprar el libro en Amazon.
Los beneficios obtenidos con la venta de la obra serán destinados íntegramente a la Fundación Educando a un Salvadoreño (FESA), que da becas de estudio y promueve el deporte entre los jóvenes de El Salvador en zonas de riesgo social y de exclusión.
lunes, 11 de julio de 2016
La gran decisión
El Anciano encontró la llave en
la escombrera y siguió rebuscando un buen rato hasta dar con el diario de
candadito. Ilusionado por el hallazgo, lo abrió, miró a su alrededor para
asegurarse de que no estaba viéndolo nadie y leyó la primera página: «Cintia,
10 de octubre de 2015».
Lo guardó en el bolsillo. No
había tiempo que perder. La Patrulla de Niños de Oscuridad podía aparecer de un
momento a otro. Lo registrarían, le requisarían el “cuaderno revolucionario”. Las
autoridades llamaban así a aquellos diarios donde las adolescentes, aún puras,
habían anotado banalidades antes del Desastre. Entonces las grandes
preocupaciones de las quinceañeras giraban en torno a si Iván o Christian las
prefirieron en el baile o si habían llevado el vestido de florecitas o de
cuadraditos al cumpleaños de su mejor amiga.
Pensó: «Tendríamos que poner en
las fechas “antes” o “después” del Desastre, como se hacía entonces con Cristo.
Así que Cintia empezó a escribir el 10 de octubre del año 5 a. D.». De golpe
saboreó el dulce de la tarta que quizá la madre le comprara o hiciera cada año hasta
los veinte. Vio las velas encendidas, oyó el “cumpleaños feliz”, olió el
chocolate y sintió el calor de familiares y amigos. Pero el viento seco y
helado del Norte le trajo un olor acre desconocido. Se apresuró a salir de
entre los escombros y alcanzó la carretera. Alzó la mirada con preocupación.
Aquel cielo inmisericorde, plomizo, ni se despejaba ni acababa de soltar la
lluvia.
Mientras caminaba, iba pasando el
índice por la pasta del libro. La rugosidad le cosquilleaba en la yema algo
insensibilizada por la tarea de polinización. Doce horas diarias durante los
diez años del Servicio Obligatorio habían sido demasiadas. Aunque sintió
aquella aspereza como un placer prohibido al imaginar el limpio rostro de
Cintia. El cutis terso de aquella adolescente bien alimentada y la viveza de aquellos
ojos todavía inocentes le aguijonearon la voluntad para luchar por sus
derechos.
Le quedaba solo una semana y por
primera vez dudó. Durante el Servicio Obligatorio de Polinización había tenido
clarísimo que, al finalizarlo, se enfrentaría a la Ley de Eutanasia Forzosa.
Pero la valentía había dado paso a la angustia. Hoy su cuerpo ―arrugado,
consumido, casi esquelético― parecía un fantasma. Y en medio de ninguna parte,
sin esperanza, tiritando de frío, solo
en aquel crepúsculo gris, echó a correr. Avanzaba, cambiaba el sentido,
retrocedía, volvía a darse la vuelta…
Tenía que decidirse ya: o se
entregaba el día de su cumpleaños o huía al Valle de los Proscritos. Si se
presentaba al Organismo de Jóvenes por la Eutanasia, le inyectarían el Calmante
Letal. Si escapaba, tendría que esconderse para siempre. Había visto cómo
acababan los detenidos por la Policía Adolescente de Frontera. Además, conocía las
duras penalidades a las que se enfrentaban los fugitivos.
«Cuarenta años», pensó. Hasta los
veintidós había oído hablar con frecuencia de centenarios. Incluso había
conocido a dos: una mujer de ciento tres y un hombre de ciento uno. Imaginaba
entonces que tal vez con un poco de suerte él viviría noventa, quizá más. Pero
allí estaba ahora, a siete días de llegar a la cuarentena, debatiéndose entre
cumplir la ley o convertirse en un rebelde. Acarició un instante la idea del
descanso definitivo.
El ruido de las airadas patadas
que iba dando contra el asfalto en aquella carrera sin destino lo sacó del
pensamiento derrotista. Apretó el diario dentro del bolsillo como si quisiera
exprimir de él a la propia Cintia, o por lo menos la adoración que
probablemente habría sentido por sus cuatro abuelos octogenarios.
Se detuvo un momento a contemplar
la desnuda llanura de la que las ráfagas de aire levantaban nubes de polvo
fino. Antes de 2020 aquello había sido un descampado que se llenaba en
primavera de flores amarillas, blancas, moradas y rojas. Los jaramagos, las
nabizas, las malvas, las vezas y las amapolas formaban un tapiz colorido sobre
el fondo verde de las hojas. Comparó la vegetación multicolor de su recuerdo
con aquel páramo gris. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de la nuca a los
pies.
«Mejor que “Ancianos” deberían
llamarnos “Insectos”», susurró. Aterrado por haber osado pronunciar la palabra
maldita, giró la cabeza para cerciorarse de que no venía nadie detrás.
Odiaba el Gobierno de la
Juventud, que dirigía el mundo con mano férrea desde la Extinción de los
Insectos. ¿Claudicaría ya o se uniría a los Proscritos?
Solo después de leer el diario
entero decidiría.
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