Las últimas
Navidades en tierra, antes de embarcarse, Enrique había visto un belén de arena
en la playa de su Laredo natal. Quiso probar si a él también le saldría alguna
figura. Intentó primero un pastor. Como le quedara regular, probó después una
lavandera; y logró tal éxito con aquella escultura que empezó a considerarse
Miguel Ángel.
Desvelado en
la nada de la isla virgen, recuerda ahora los elogios al realismo de aquella
lavandera. ¿No podría hacer en estas otras Navidades un nacimiento entero para
que Andrés envidiara su arte? Un belén con su Virgen María, su San José, su
Niño Jesús en el pesebre, su mula, su buey y todo. Sacarle otro partido al
talento creativo se le ocurrirá más tarde.
Andrés le
había formulado una pregunta durante la cena y Enrique no podía conciliar el
sueño. Muy atrás quedó ya el insomnio de los primeros días por el temor a lo
desconocido en aquel lugar desierto. Ahora no se dormía por otro miedo: perder a
su querida Raquel.
―¿Qué echas
más de menos? ―le había preguntado Andrés, tras apurar el agua de la tormenta que
quedaba en la lata oxidada.
«¿De menos?, ¿de
menos?, ¿de menos?», repitió el loro.
―Yo qué sé
―respondió Enrique fijando una mirada nostálgica en la luna llena. Luego
susurró―: Me faltan tantas cosas…
―¿Crees que
nuestras mujeres estarán dándonos ya por muertos? ―volvió a la carga Andrés mientras
colocaba el pececito sobre las brasas.
«¿Por muertos?,
¿por muertos?, ¿por muertos?».
Reconcomido,
Enrique permaneció callado. Luego se metió en la cabaña. Había perdido el
apetito. Cuando el alimento escaseaba, Andrés usaba una estrategia infalible
para espantarle el hambre. Le insinuaba que tal vez Raquel ya estaba rehaciendo
su vida, quizás con Juancho, el cartero, su primer novio.
Mientras
intentaba dormir, el ruido de las olas contra los acantilados y los graznidos
de las gaviotas le murmuraban a Enrique ecos de palabras sueltas que le
taladraban el cerebro: «Muerto». «Viuda». «Cartero». «Juancho»… Boca arriba,
del costado derecho, boca abajo, del costado izquierdo… seguía oyendo aquellos
mensajes perturbadores. Al cabo de un rato, además, a los desasosegantes
sonidos del mar y de las aves se sumaban los insufribles ronquidos de Andrés,
que dormía a pierna suelta. «Raquel». «Raquel» ―parecía decirle aquel aire
ruidoso que no encontraba la salida del laberinto.
Desazonado, Enrique
se alejó de la cabaña antes de que la ira lo llevara a tirarse al gaznate del
único hombre con quien podía compartir sus cuitas. «Más vale solo que mal
acompañado», iba diciéndose mientras descendía hacia la playa bajo un cielo
limpio, cuajado de estrellas.
En cuanto
alcanzó la orilla, se descalzó y echó a correr. Soñaba que aquella misma noche llegaba
un barco, se subía a él y ocultaba a toda la tripulación que quedaba allí otro
náufrago. Ya se veía durmiendo abrazado a su querida esposa y acordándose del
puñetero de Andrés, que tendría que dormir solo y conformarse con seguir imaginando
pechos y vaginas. Para acabar de poner la guinda al pastel de la venganza,
soñaba que el pajarraco le gritaba continuamente: «Andrés, cabrón, cáscatela».
Enrique se
puso a trabajar al amanecer y al cabo de tres horas tenía terminada la primera figura.
El rostro redondo y hermoso de aquella mujer joven bien podía haber sido el de
la Virgen María.
Andrés bajaba
canturreando, con el loro en el hombro derecho, y oyó gritos.
―¡No puedes
venir a la playa sin pagar! He creado un museo de escultura ―exclamó Enrique.
―La isla es de
los dos. Yo voy por donde me da la gana.
«La gana, la
gana, la gana», repitió el ave.
―Por aquí no.
Aquí estarán mis esculturas. Si quieres verlas, tendrás que pagar entrada.
―¿Qué
esculpirás? ¿Peces?, ¿gaviotas?, ¿barcos?
«¿Gaviotas?,
¿barcos?, ¿gaviotas?, ¿barcos?, ¿gaviotas?, ¿barcos?», reiteró el ave.
―Si pagas,
sabrás lo que esculpiré.
Al ver aquella
mujer desnuda, de pechos firmes, tumbada sobre los delicados pliegues de una
tela, con las piernas entreabiertas como invitando al goce, a Andrés le
hicieron los ojos chiribitas.
―¿Estarían todas
en pelotas? ―preguntó.
«¿En pelotas?,
¿en pelotas?, ¿en pelotas?», dijo el loro.
―Sí, por
supuesto.
―¿Me dejarías
a solas con ellas?
«¿Con ellas?, ¿con
ellas?, ¿con ellas?».
―Lo que
hiciera falta.
―¿Cuánto me
costará entrar?
«¿Costará
entrar?, ¿costará entrar?, ¿costará entrar?».
―Te encargarás
del agua, la leña y el fuego; pescarás, cogerás los huevos y harás todas las
guardias. ¡Ah, otra cosa!: y ni se te ocurra volver a insinuarme que Raquel
anda con el cartero ―exigió el artista.