Apuntes de mi cuaderno

Bienvenido, amigo:

Aquí tomaré apuntes de la vida: esa voluntad a medio hacer a la que le falta levadura, ese tañido lastimero de la campana que aún no ha sonado por nosotros, ese vuelo de la libélula engreída que vuelve al agua quieta para mirarse, esa soledad que se agiganta en la carcajada en ruinas, esa falsa madurez que solo va robándonos las gotas de rocío sobre las telarañas...


O, ¿quién sabe?, puede que en este cuaderno solo acabe apuntando mis historias.


¿Me acompañas?






martes, 8 de marzo de 2016

La lámpara



                                                             
Cuando lo visitaron aquel mediodía, oyó a uno de los familiares del Santo Oficio contarle al otro que Gilabert de Almazán había gritado la blasfemia: «¡No hay infierno, y el paraíso es tener dinero!». Joan de la Abadía humilló la mirada. Siempre había estado de acuerdo con eso. Pero ahora lo primero ya no lo creía. Durante el tiempo que llevaba en prisión, había comprobado que el infierno existía realmente y ni siquiera era necesario haber fallecido para padecerlo.
Al atardecer, rompió la lámpara en pedacitos, los puso en línea recta en el suelo, tomó uno y se lo tragó.
―Cata que le des grande golpe en la cara o en el cuello, que de otra manera no lo matarás porque lleva cervillera y jaco de malla ―se quejó en voz alta, como si lamentase haber aconsejado al francés lo que había de hacer cuando entraran en la Seo.
Volvió a tomar otro vidrio.
―Dale, que este es ―recordaba cómo señaló a Maestre Épila para que el francés lo apuñalase.
Tragó un fragmentito más.
―Maestre Pedro Arbués de Épila, ¿ahora hacéis milagros? Pues agradecednos la santidad milagrera a vuestros asesinos ―dijo, recolocándose con la mano la pierna derecha, inutilizada.
Se llevó otro vidrio a la boca mientras evocaba el tormento de la cuerda del día anterior. Lo habían mantenido en el aire durante tres credos rezados. Cuando no soportó más, suplicó que lo descendiesen, que confesaría cuanto quisieran saber. En este momento se avergonzaba de tal flojera. Tan valiente que había sido…
―Íbamos todos a una; aunque con las prisas, el miedo y la confusión, nos estorbábamos unos a otros. Primero clavó Vidal Durango, el francés, en el cuello; luego Joan de Esperandeu, en el brazo. Después Mateo Ram le dio una estocada.
Tomó otro vidrio mientras recordaba los quinientos florines que le habían ofrecido por matarlo.
―¿Dónde demonios os escondisteis, Joan de Pero Sánchez, para que no os hayan encontrado? ¿Habéis pasado a Francia? Os quemaron en efigie hace seis meses. ¿Seguís maldiciendo a vuestro padre por haberse tornado cristiano? Yo maldigo haber aceptado el encargo que me hicisteis y que entonces recibí tan gustosamente. Pero no me arrepiento por no haber cobrado los dineros prometidos. Erramos matándolo. Creímos que con la muerte de Maestre Épila ganaríamos la batalla contra el Santo Oficio y la perdimos. Los judíos han sido expulsados de Zaragoza, a los conversos nos quitan la vida y la hacienda, ni siquiera los cristianos de natura sacan beneficio de nuestra desgracia. Solo el rey y la iglesia se aprovechan. Siempre los mismos...
Tragó otro fragmento.
―Maestre Épila, ya no salvaréis más almas pecadoras quemándoles los quebrantados y doloridos cuerpos. No, ya no condenaréis a ningún inocente por comer manjares judíos, ayunar el Quipur, trabajar el domingo,  descansar el Sabbat y obedecer la ley de Moisés. Ese es mi único consuelo.
Tomó un vidrio más y le vino a la memoria Francisco de Santa Fe.
―Altas son las almenas de esta cárcel de la Aljafería. Bendita vuestra suerte, Santa Fe, que pudisteis echar a volar. Tuvisteis una muerte rápida.
Volvió a llevarse otro alimento mortífero a la boca.
―En cambio tú, Joan de Esperandeu, sufriste más que ninguno. Todavía veo cómo te arrastraban, te cortaban las manos, te ahorcaban, te decapitaban, te hacían cuartos y los iban dejando por los caminos. Desde entonces, en las pesadillas veo siempre la imagen de la puerta pequeña de la Diputación con tus manos enclavadas. ¿Sabes?, se me aparece una y otra vez el Inquisidor. Maestre Épila llama a esa puerta golpeando una de tus manos, como si fuera un llamador. Estoy dentro y retumba: «¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!» 
Comió otro pedacito.
―Maestre Inquisidor de Épila, ¿qué mal hacía a nadie mi vecino por tener en la cámara una mandrágula y adorarla en el culo?
Tomó uno más y se recolocó la pierna derecha.
―Tú, francés, por decir toda la verdad sufriste menos que tu amo Esperandeu. Te cortaron las manos después de muerto. ¡Qué generosidad! Y tú, Mateo, ¿sigues vivo todavía? ¿Pudo escapar Tristanico de Leonís, tu escudero? Y vosotros, Antonio Gran y Bernardo Leofanto, ¿habéis huido? ¿Vidal no os delató por ser cristianos?
Volvió a tomar otro.
―Maestre Épila, fuimos más de ocho. Pagaron más de quince y participaron en la organización más de treinta, incluidos nobles cristianos viejos.
Recogió los vidrios que quedaban. Se metió el puñado en la boca y empezó a masticar con fruición. No quería llegar vivo al auto de fe del día siguiente.