Apuntes de mi cuaderno

Bienvenido, amigo:

Aquí tomaré apuntes de la vida: esa voluntad a medio hacer a la que le falta levadura, ese tañido lastimero de la campana que aún no ha sonado por nosotros, ese vuelo de la libélula engreída que vuelve al agua quieta para mirarse, esa soledad que se agiganta en la carcajada en ruinas, esa falsa madurez que solo va robándonos las gotas de rocío sobre las telarañas...


O, ¿quién sabe?, puede que en este cuaderno solo acabe apuntando mis historias.


¿Me acompañas?






jueves, 28 de enero de 2016

El último beso

  
Había pasado varias horas preparando los tarros de garum y llevándoselos al comerciante Umbricio Escauro, que los enviaría a Hispania en la nave gala. Cayo Valerio se sentía cansado. Se tomaría un respiro para pasar primero por la taberna e ir luego a casa de Julia. Por alguna razón extraña, el olor le había producido hoy más arcadas que de costumbre. Porque aunque hacía ya diez años que se dedicaba a la elaboración de la preciada salsa ―por la que se había extendido en todo el Mediterráneo  la fama de su ciudad, Colonia Veneria Cornelia, y también la del comerciante Escauro―, no había acabado de acostumbrarse a aquellos vapores tan mareantes que salían de las ánforas, sobre todo cuando apretaban los calores estivales. «Y que paguen tanto los ricos por esta porquería de vísceras de pescado…», pensó.

En aquella penúltima semana de agosto, la agitación de la tierra, las temperaturas elevadas y la humedad pegajosa le habían ido socavando el ánimo. Esa mañana había sido incluso más sofocante. Además, al bochorno y al penetrante aroma de la salsa se le sumaba, en aquel momento, una desazón cuyo origen desconocía. La achacó a los repetidos temblores de la noche anterior y a los ruidos de la reconstrucción del cercano templo de Isis, que le habrían alterado los nervios.

Por si fuera poco todo aquel desbarajuste, no había podido bañarse por el corte del agua. Aunque, al parecer, se restablecería pronto. Las autoridades municipales habían hecho venir al ingeniero Atilio Primo, que ya llevaba tres días revisando a conciencia el acueducto.

Recordó también la plegaria a Vulcano del día anterior. Respecto a los terremotos no podían hacer nada, salvo rogar a los dioses que no destruyesen hogares y edificios públicos como habían hecho diecisiete años antes. Ahora, ante el solo recuerdo de aquel castigo divino infernal, volvieron a temblarle las piernas. Cada vez que se había movido furiosamente la tierra bajo sus pies durante aquella semana, había temido perder a Julia. La vida no le parecía necesaria. El amor sí.

Observó la altura del sol respecto al tejado del lupanar y apresuró la marcha. Cuanto más se retrasase, menos tiempo podría pasar con ella. Gneo Octavio, su marido, siempre llegaba puntual a comer.

De la lavandería emanaban los olores a amoniaco que desprendía la orina con la que se blanqueaba la ropa y por primera vez a Cayo Valerio le desagradó el contacto con la toga al caminar. Jamás había sentido esa sinestésica aspereza proveniente del olfato y, sin entender el motivo, trató de recomponer las sensaciones descontroladas. Necesitaba dejar de ver con la nariz, oler con la piel, oír con el vientre, saborear con los ojos… Parecía como si el cuerpo se le hubiera transformado de arriba abajo  en un singular embarazo telúrico.

Mientras intentaba adaptarse a aquella absurda metamorfosis en plena calle, hubo de disimular el desasosiego ante Popidio Ampliato, el hoy rico liberto al que su amo había sodomizado en la infancia. Se le removieron las entrañas como si hubiera compadecido al niño ya inexistente. Recordó el graffiti: “Ampliato, Ícaro te da por el culo”. Las letras continuaban intactas en la fachada principal de la casa del liberto a pesar de los años transcurridos. “En vez de pagar el templo de Isis, podía haber borrado el mensaje ominoso”, se dijo.
Seguía oyendo con el vientre. Estridencias desconcertantes, abrumadoras, le subían desde las plantas de los pies por las pantorrillas y los muslos. Hubiera dado los cien mil sestercios ahorrados por pisar un suelo seguro y silencioso. Incluso al pasar por delante del can de Vesonio Primo intuyó que el desgraciado animal tiraba con tanta fuerza de las cadenas para escapar de lo  mismo que él, de aquel presentido horror que aún no había tomado forma.

Miró hacia el monte. A la cumbre estaba brotándole algo semejante a un pino gigantesco gris. Ignoraba qué podía ser; pero, aterrado, echó a correr con todas sus fuerzas.

Segundos antes de entrar en la casa de Julia, leyó otro graffiti: “Sodoma Gomorra”. Un escalofrío le restalló en el alma como un latigazo.

Ella estaba acabando de hervir los caracoles que su esposo había pedido para comer. Cayo Valerio la levantó en volandas, la llevó al tálamo, la desnudó, la abrazó y la penetró desesperadamente.  La erupción del Vesubio petrificó su último beso para la eternidad.

 Dieciocho siglos después, Giuseppe Fiorelli inmortalizó a los amantes de Pompeya rellenando con yeso líquido el vacío dejado en la ceniza por sus figuras abrazadas.  

miércoles, 20 de enero de 2016

El lápiz mágico



                     


                                             
         Cuando aquella mañana de Todos los Santos una lengua ajena le estaba llenando la boca de sabores exquisitos, a Olegário de Andrade la cama empezó a movérsele con tal virulencia que rebasó su fogosidad. Y aunque pareciera imposible, también la de la mulata Marusa.

         Espejos, aguamaniles, cuadros y platos cayeron. Uno tras otro fueron  haciéndose añicos contra el suelo de La Raja Dorada. El estruendo eco agudo  y discontinuo de otro continuado, más grave, profundo y desgarrador les dejó alterada a ambos la percepción auditiva y les sembró escorpiones en las entrañas.

La mulata hizo un movimiento felino para zafarse de aquellas manos blanquísimas que le apretaban los muslos. Él saltó tras ella. Salieron despavoridos, dando trompicones, descalzos y en cueros. Aunque el pánico no le impidió a ella tomar de la alacena, antes de salir, sus dos pertenencias más preciadas: el pintalabios y el espejito.

Las paredes de las humildes casitas oscilaban mientras ellos corrían por la colina sin saber bien hacia dónde. La tierra rugía. Siempre uno junto al otro, cada poco cambiaban el rumbo: avanzaban, retrocedían, volvían a avanzar… Ahora a la izquierda, ahora a la derecha. De frente o girando el cuello hacia atrás, veían, aterrados, la destrucción de la parte baja: grietas de más de cinco metros de ancho, edificios y más edificios que se derruían…

Tras unos minutos eternos, el terremoto cesó, al fin. Entonces se detuvieron a contemplar aquel espectáculo dantesco. Él alzó los ojos. “La nube de polvo oscurece el cielo solo por mi grandísima culpa”, pensó. Luego, arrodillado y con las palmas unidas, imploraba a la Virgen a gritos:

―¡Santísima Madre, apiádate de esta oveja descarriada!

Al rato, la mulata empezó a pintarse con la sensualidad y la parsimonia habituales. Parecía como si festejase por primera vez la inmensa fortuna de vivir allí arriba, o como si se resarciera de todas las humillaciones cantando victoria por la destrucción de la zona baja.

―Este lápiz tuyo es mágico ―le había dicho él una de las primeras ocasiones en que subió a visitarla.

―¿Por qué? ―había preguntado ella esbozando una sonrisa pícara.

―Porque me gusta tanto ver cómo te pintas que puedes conseguir de mí lo que quieras.

Y entonces se olvidó él del terremoto, de las grietas y de la capa de polvo que igualaba aquella amalgama inmisericorde de piedras, cadáveres, estatuas, árboles, tejas, cruces… Solo seguía, hipnotizado, el pausado movimiento del lápiz labial. Pero justo cuando el pintalabios terminaba de recorrer el labio superior y alcanzaba la comisura derecha, vio él al fondo cómo llegaba al puerto una ola gigante, una gran lengua de agua que se tragaba hacia el abismo, en su lametazo mortal, a los que habían corrido hacia allí para ponerse a salvo.

Aún llegaron otras dos olas más. Entonces deseó a la mulata con esa urgencia de la última vez que desde adolescente imaginaba para antes de la llegada del fin del mundo. La besó y acabaron revolcándose allí mismo, sobre aquel suelo pedregoso plagado de pulgas y orines de perros y gatos.

 Durante unos días permanecieron en La Raja Dorada. Y al tiempo que presos escapados de la cárcel saqueaban y asesinaban y lenguas de fuego devastaban a lametazos también mortales los pocos edificios que habían quedado en pie tras el temblor, volvieron a gozar ellos de una última vez, y otra, y otra más... Día y noche enredados sobre las losas de la estancia, las carnes laceradas por la cerámica rota. Hasta que se adormilaban exhaustos, ya de madrugada.

“Excesivo apocalipsis para castigar a una sola oveja descarriada”, comenzó a dudar. Con todo, a la semana se soltó de aquellos brazos de carne apretada y piel oscura para descender a los infiernos. Y sobre los escombros de la iglesia de la Misericordia se preguntaba: “¿Un Padre amoroso derriba basílicas y conventos y mantiene en pie casas de lenocinio?, ¿qué Dios mató a André de Oliveira y a tus feligreses, y te ha perdonado la vida a ti, grandísimo putero Olegário de Andrade, a ti, que cuando la tierra se abrió estabas fornicando con la meretriz más cara de Lisboa?, ¿no se equivocaría el Todopoderoso al descargar Su ira contra el bueno de Oliveira cuando decía la misa por ti?”

 Buscó refugio de nuevo en el burdel.
        

―Hasta que muera solo adoraré al único dios verdadero: este pintalabios ―le susurró a la mulata Marusa al oído mientras se lo acercaba para que volviera a iniciar la celebración de aquella singular y sacrílega eucaristía.